martes, 11 de septiembre de 2007

Matilde Urrutia





Memorias autobiográficas



Tranquilo amaneció ese día 11 de septiembre de 1973. Un chorro de luz alegre me golpeó el rostro cuando abrí las ventanas. Tranquilo venía el mar, tranquilo estaba el cielo, y un aire tranquilo mecía las flores del jardín. Me sentía animosa, le debo haber sonreído a la mañana llena de luz. Ningún mal presagio nos anunció el gran cataclismo de este día 11 de septiembre. Lo estábamos esperando con una ilusión muy grande. Era el señalado para fin a varios proyectos que se trabajaban hacía bastante tiempo. Ese día llegaría a la Isla Negra Sergio Insunza, nuestro abogado y gran amigo que en ese momento era ministro de Justicia de Salvador Allende. Llegaría con los estatutos de la Fundación Pablo Neruda, con el testamentos de Pablo y con los planos y la maqueta de la que sería la casa principal de la Fundación, en Punta Tralca. Todo estaba listo para la firma, que se haría ese día...
Como todos los días, estábamos alegres, conversando de los mil detalles para afrontar la jornada. Era muy temprano. Encendimos la radio para oír las noticias. Entonces todo cambió. Había noticias alarmantes, dadas en forma desordenada. De pronto, la voz de Salvador Allende. Pablo me mira con inmensa sorpresa: estábamos oyendo su discurso de despedida; sería la última vez que escucharíamos su voz.
“Esto es el final”, me dice Pablo con profundo desaliento. Yo protesto. “no es verdad, esto será otro trancazo, el pueblo no lo permitirá.”
Nada se aparece en mi recuerdo a esa hora que trato de evocar; mi exceso de vitalidad estaba reñido con la conformidad o la aceptación de hechos tan contrarios a todas mis esperanzas y deseos. De repente enmudezco, algo me llama poderosamente la atención, Pablo reacciona en forma extraña para mi, distinta a la del hombre batallador y fuerte que conozco. En su actitud, en sus ojos, hay un brillo vacío, inconscientemente desesperado. Para hacer algo pido el desayuno, pero es difícil distraerlo cambia febrilmente de radio, está oyendo al mismo tiempo Santiago y las noticias del extranjero. Fue así como supimos más tarde por una radio de Mendoza, la muerte de Salvador Allende. Fue asesinado en La Moneda, que había sido incendiada, comunicaban las radios extranjeras. En Santiago se demoraron horas en informar al pueblo de la muerte de su presidente.
Estamos solos con este inmenso dolor. Seguimos oyendo las noticias: nadie puede salir de su casa, quien desobedezca morirá. Son los primeros bandos.
Chile entero está preso en su casa. Yo tengo la loca esperanza de que muy pronto nos dirán que el movimiento subversivo ha sido sofocado, pero estoy equivocada y, como siempre Pablo, con esa intuición profética que comprobé tantas veces, tenía razón. Esto era el fin. Todo este júbilo del pueblo, esta esperanza de una vida con igualdad, con justicia, se va desvaneciendo....
...Estamos aquí, solos, sintiendo toda la amargura del mundo. Salvador Allende asesinado, La moneda incendiada, muy pronto por televisión veríamos las llamas, el humo, la destrucción, y nos preguntábamos entonces: ¿Dónde estaban estos chilenos capaces de hacer todo esto? ¿Dónde estaban, que nosotros no sabíamos de su existencia?
Por televisión vimos el asalto a la Casa de los Presidentes de Tomás Moro; veíamos salir a la gente sacando canastos con ropas que desbordaban, algunas prendas caían. ¿Era posible todo esto?...
...Salí a la calle. Caminé bastante. Después tomé un taxi y me dirigí al cementerio. Pasando Mapocho, divisé gran cantidad de gente que estaba en actitud de espera. Hice que el coche se detuviera, quería saber qué esperaban. Eran muchos, tenían la angustia reflejada en el rostro. Me bajé y le hablé a la primera mujer que vi. Me miraron unos ojos rojos de haber llorado mucho. “Es mi marido señora, ya es un cadáver y no me lo quieren entregar. Lo mataron hace dos días. Yo lo vi, señora, yo lo vi. Nunca hizo nada malo, era tan bueno. Pero yo no me muevo de aquí hasta que no me lo entreguen.” “Yo tampoco me moveré” dice otra, y otra. Hay una anciana que nos mira, acercándose, nos dice: “Este es mi nieto, me lo mataron en la esquina de la casa y lo trajeron aquí. Yo quiero enterrarlo.” Los miro a todos, son cientos los que están ahí esperando reconocer a sus muertos. ¡Pobre pueblo! Y pensar que lo que estoy viendo yo es una mínima parte de lo que se está sufriendo, por el solo delito de querer un poco de igualdad...
...- Comenzaron a entregar cadáveres en el Instituto Médico Legal. Dicen que había tantos que ya no cabían. En la noche después del toque de queda, llegaban en camiones llenos, los sacaban de Mapocho y los recogían en las calles. En estos días lo deudos han hecho colas de cuadras y cuadras recogiendo muertos...


Fragmentos del libroUrrutia, Matilde2002 Mi vida junto a Pablo Neruda

No hay comentarios: